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ANIMARSE A ESCRIBIR. Talleres Literarios de la mano de los Maestros

Consejos a un joven novelista (Mario Vargas Llosa)

Consejos a un joven novelista (Mario Vargas Llosa)

 

  1. Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda.
  2. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.
  3. La literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio.
  4. En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario.
  5. La ficción es, por definición, una impostura -una realidad que no es y sin embargo finge serlo- y toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros.
  6. En esto consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
  7. El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas).
  8. La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta.
  9. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.
  10. La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.
  11. La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
  12. Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.
  13. El de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real.
  14. Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos, diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela.
  15. Si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin. 

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti

 

Cómo se hace una novela (Miguel de Unamuno)

Cómo se hace una novela (Miguel de Unamuno)

MIGUEL DE UNAMUNO

Héteme aquí ante estas blancas páginas -blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!- buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante. Trato, a la vez, de consolarme de mi destierro, del destierro de mi eternidad, de este destierro al que quiero llamar mi des-cielo. ¡El destierro!, ¡la proscripción! y ¡qué de experiencias íntimas, hasta religiosas, le debo! Fue entonces allí, en aquella isla de Fuenteventura, a la que querré eternamente y desde el fondo de mis entrañas, en aquel asilo de Dios, y después aquí, en París, henchido y desbordante de historia humana, universal, donde he escrito mis sonetos, que alguien ha comparado, por el origen y la intención, a los Castigos escritos contra la tiranía de Napoleón el Pequeño por Víctor Hugo en su isla de Guernesey. Pero no me bastan, no estoy en ellos con todo mi yo del destierro, me parecen demasiado poca cosa para eternizarme en el presente fugitivo, en este espantoso presente histórico, ya que la historia es la posibilidad de los espantos. Recibo a poca gente; paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspail, donde tenemos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en Españas. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski, pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo ruso bolchevique. ¡Qué horrible vivir en la expectativa, imaginando cada día lo que puede ocurrir al siguiente! ¡Y lo que puede no ocurrir! Me paso horas enteras, solo, tendido sobre el lecho solitario de mi pequeño hotel -family house-, contemplando el techo de mi cuarto y no el cielo y soñando en el porvenir de España y en el mío. O deshaciéndolos. Y no me atrevo a emprender trabajo alguno por no saber si podré acabarlo en paz. Como no sé si este destierro durará todavía tres días, tres semanas, tres meses o tres años -iba a añadir tres siglos- no emprendo nada que pueda durar. Y, sin embargo, nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento. ¿He de repetir mi expresión favorita la eternización de la momentaneidad? Mi gusto innato -¡y tan español!- de las antítesis y del conceptismo me arrastraría a hablar de la momentaneización de la eternidad. ¡Clavar la rueda del tiempo! (Hace ya dos años y cerca de medio más que escribí en París estas líneas y hoy las repaso aquí, en Hendaya, a la vista de mi España. ¡Dos años y medio más! Cuando cuitados españoles que vienen a verme me preguntan refiriéndose a la tiranía: "¿Cuánto durará esto?", les respondo: "lo que ustedes quieran". Y si me dicen: "¡esto va a durar todavía mucho, por las trazas!" yo: "¿cuánto? ¿cinco años más, veinte?, supongamos que veinte; tengo sesenta y tres, con veinte más, ochenta y tres; pienso vivir noventa; ¡por mucho que dure yo duraré más!" Y en tanto a la vista tantálica de mi España vasca, viendo salir y ponerse el sol por las montañas de mi tierra. Sale por ahí, ahora un poco a la izquierda de la Peña de Aya, las Tres Coronas y desde aquí, desde mi cuarto, contemplo en la falda sombrosa de esa montaña la cola de caballo, la cascada de Uramildea. ¡Con qué ansia lleno a la distancia mi vista con la frescura de ese torrente! En cuanto pueda volver a España iré, Tántalo libertado, a chapuzarme en esas aguas de consuelo. Y veo ponerse el sol, ahora a principios de junio, sobre la estribación del Jaizquibel, encima del fuerte de Guadalupe, donde estuvo preso el pobre general don Dámaso Berenguer, el de las incertidumbres. Y al pie del Jaizquibel me tienta a diario la ciudad de Fuenterrabía -oleografía en la tapa de España- con las ruinas cubiertas de yedra, del castillo del Emperador Carlos I, el hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Borgoña, el primer Habsburgo de España, con quien nos entró -fue la Contra Reforma- la tragedia en que aún vivimos. ¡Pobre príncipe Don Juan, el ex-futuro Don Juan III, con quien se extinguió la posibilidad de una dinastía española, castiza de verdad! ¡La Campana de Fuenterrabía! Cuando la oigo se me remejen las entrañas. Y así, como en Fuenteventura y en París me di a hacer sonetos, aquí en Hendaya, me ha dado, sobre todo, por hacer romances. Y uno de ellos a la campana de Fuenterrabía, a Fuenterrabía misma campana, que dice: Si no has de volverme a España, Dios de la única bondad, si no has de acostarme en ella, ¡hágase tu voluntad!   Como en el cielo en la tierra En la montaña y la mar, Fuenterrabía soñada, tu campana oigo sonar.   Es el llamado de Jaizquibel, -sobre él pasa el huracán entraña de mi honda España, te siento en mi palpitar. Espejo del Bidasoa   Que vas a perderte al mar ¡Qué de ensueños te me llevas! A Dios van a reposar. Campana Fuenterrabía, lengua de la eternidad, me traes la voz redentora de Dios, la única bondad.   ¡Hazme, Señor, tu campana, campana de tu verdad, y la guerra de este siglo me dé en tierra eterna paz! Volvamos al relato. En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa, de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas? En estos días de mediados de julio de 1925 -ayer fue el 14 de julio- he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscrito que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscrito italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: "Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor... Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece". Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, los repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque a) se nace vivo,
b) se nace y se muere muerto,
c) se nace vivo para morir muerto y
d) se nace muerto para morir vivo.
Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado -se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate... ¡Ah, cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!- se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet! Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando murió en Cristo, cuando en Él, en su Hijo, gustó la muerte. He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros. ¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes, o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehistoria es la inconciencia, es la nada. (Dice el Génesis que Dios creó el Hombre a su imagen y semejanza. Es decir, que le creó espejo para verse en él, para conocerse, para crearse.) Mazzini es hoy para mí como Don Quijote; ni más ni menos. No existe menos que éste y por tanto no ha existido menos que él. ¡Vivir en la historia y vivir la historia! Y un modo de vivir la historia es contarla, crearla en libros. Tal historiador, poeta por su manera de contar, de crear, de inventar un suceso que los hombres creían que se había verificado objetivamente, fuera de sus conciencias, es decir, en la nada, ha provocado otros sucesos. Bien dicho está que ganar una batalla es hacer creer a los propios y a los ajenos, a los amigos y a los enemigos, que se la ha ganado. Hay una leyenda de la realidad que es la sustancia, la íntima realidad de la realidad misma. La esencia de un individuo y la de un pueblo es su historia, y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de los que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hecha carne. Pero como lo que me propongo al presente es contar cómo se hace una novela y no filosofar o historiar, no debo distraerme ya más y dejo para otra ocasión el explicar la diferencia que va de suceso a hecho, de lo que sucede y pasa a lo que se hace y queda. Se ha dicho de Lenin que en agosto de 1917, un poco antes de apoderarse del poder, dejó inacabado un folleto, muy mal escrito, sobre la Revolución y el Estado, porque creyó más útil y más oportuno experimentar la revolución que escribir sobre ella. Pero ¿es qué escribir de la revolución no es también hacer experiencias con ella? ¿Es que Carlos Marx no ha hecho la revolución rusa tanto si es que no más que Lenin? ¿Es que Rousseau no ha hecho la Revolución Francesa tanto como Mirabeau, Danton y Compañía? Son cosas que se han dicho miles de veces, pero hay que repetirlas otras millares para que continúen viviendo, ya que la conservación del universo es, según los teólogos, una creación continua. ("Cuando Lenin resuelve un gran problema" -ha dicho Radek- "no piensa en abstractas categorías históricas, no cavila sobre la renta de la tierra o la plusvalía ni sobre el absolutismo o el liberalismo; piensa en los hombres vivos, en el aldeano Ssidor de Twer, en el obrero de las fábricas Putiloff o en el policía de la calle, y procura representarse cómo las decisiones que te tomen obrarán sobre el aldeano Ssidor o sobre el obrero Onufri". Lo que no quiere decir otra cosa sino que Lenin ha sido un historiador, un novelista, un poeta y no un sociólogo o un ideólogo, un estadista y no un mero político.) Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos -es consabido-, y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de zapa. Y no sólo mi tragedia, sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir, de todos los hombres -animales políticos o civiles, que diría Aristóteles-, la de todos los que escribimos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto. Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad -omnis no es totus- no la impersonalidad de este relato. Que no el ejemplo de ego-ismo sino de nos-ismo. ¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no puedo mirarme un rato al espejo, porque al punto se me van los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia, mi leyenda, mi novela, volver a la inconciencia, al pasado, a la nada. ¡Cómo si el porvenir no fuese también nada! Y, sin embargo, el porvenir es nuestro todo. ¡Mi novela!, ¡mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hechos juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos, este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga. Es mi agonía. ¿Seré como me creo o como se me cree? Y he aquí cómo estas líneas se convierten en una confesión ante mi yo desconocido e inconocible; desconocido e inconocible para mí mismo. He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme. Pero voy al caso de mi novela. Porque había imaginado, hace ya unos meses, hacer una novela en la que quería poner la más íntima experiencia de mi destierro, crearme, eternizarme bajo los rasgos de desterrado y de proscrito. Y ahora pienso que la mejor manera de hacer esa novela es contar cómo hay que hacerla. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios, Deus de Deo. Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo mismo. Y a ese personaje se empezaría por darle un nombre. Le llamaría U. Jugo de la Raza; U, es la inicial de mi apellido; Jugo el primero de mi abuelo materno y el del viejo caserío de Galdácano, en Vizcaya, de donde procedía; Lazarra es el nombre, vasco también -como Larra, Larrea, Larrazábal, Larramendi, Larraburu, Larraga, Larraeta... y tantos más- de mi abuela paterna. Lo escribo la Raza para hacer un juego de palabras -gusto conceptista- aunque Larraza signifique pasto. Y Jugo no sé bien qué, pero no lo que en español jugo. U. Jugo de la Raza se aburre de una manera soberana -y, ¡qué aburrimiento el de un soberano!- porque no vive ya más que sí mismo, en el pobre yo de bajo la historia, en el hombre triste que no se ha hecho novela. Y por eso le gustan las novelas. Le gustan y las busca para vivir en otro, para ser otro, para eternizarse en otro. Es por lo menos lo que él cree, pero en realidad busca las novelas a fin de descubrirse, a fin de vivir en sí, de ser él mismo. O más bien a fin de escapar de su yo desconocido e inconocible hasta para sí mismo. U. Jugo de la Raza, errando por las orillas del Sena, a lo largo de los muelles, entre los puestos de librería de viejo, da con una novela que apenas ha comenzado a leerla antes de comprarla, le gana enormemente, le saca de sí, le introduce en el personaje de la novela -la novela de una confesión autobiográfico-romántica-, le identifica con aquel otro, le da una historia, en fin. El mundo grosero de la realidad del siglo desaparece a sus ojos. Cuando por un instante, separándolos de las páginas del libro, los fija en las aguas del Sena, paréceles que esas aguas no corren, que son las de un espejo inmóvil y aparta de ellas sus ojos horrorizados y los vuelve a las páginas del libro, de la novela, para encontrarse en ellas, para en ellas vivir. Y he aquí que da con un pasaje eterno, en que lee estas palabras proféticas: "Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo". Entonces, Jugo de la Raza sintió que las letras del libro se le borraban de ante los ojos, como si se aniquilaran en las aguas del Sena, como si él mismo se aniquilara; sintió ardor en la nuca y frío en todo el cuerpo, le temblaron las piernas y apreciósele en el espíritu el espectro de la angina de pecho de que había estado obsesionado años antes. El libro le tembló en las manos, tuvo que apoyarse en el cajón del muelle y al cabo, dejando el volumen en el sitio de dónde o tomó, se alejó, a lo largo del río, hacia su casa. Había sentido sobre su frente el soplo del aletazo del Angel de la Muerte. Llegó a casa, a la casa de pasaje, tendióse sobre la cama, se desvaneció, creyó morir y sufrió la más íntima congoja. "No, no tocaré más a ese libro, no leeré en él, no lo compraré para terminarlo -se decía-. Sería mi muerte. Es una tontería, lo sé, fue un capricho macabro del autor el meter allí aquellas palabras, pero estuvieron a punto de matarme. Es más fuerte que yo. Y cuando para volver acá he atravesado el puente de Alma -¡el puente del alma!- he sentido ganas de arrojarme al Sena, al espejo. He tenido que agarrarme al parapeto. Y me he acordado de otras tentaciones parecidas, ahora ya viejas, y de aquella fantasía del suicida de nacimiento que imaginé que vivió cerca de ochenta años queriendo siempre suicidarse y matándose por el pensamiento día a día. ¿Es esto vida? No; no leeré más de ese libro... ni de ningún otro; no me pasearé por las orillas del Sena donde se venden libros." Pero el pobre Jugo de la Raza no podía vivir sin el libro, sin aquel libro; su vida, su existencia íntima, su realidad, su verdadera realidad estaba ya definitiva e irrevocablemente unida a la del personaje de la novela. Si continuaba leyéndolo, viviéndolo, corría riesgo de morirse cuando se muriese el personaje novelesco; pero si no lo leía ya, si no vivía ya más el libro, ¿viviría? Y tras esto volvió a pasearse por las orillas del Sena, pasó una vez más ante el mismo puesto de libros, lanzó una mirada de inmenso amor y de horror inmenso al volumen fatídico, después contempló las aguas del Sena y... ¡venció! ¿O fue vencido? Pasó sin abrir el libro y diciéndose: "¿Cómo seguirá esa historia?, ¿cómo acabará?" Pero estaba convencido de que un día no sabría resistir y de que le sería menester tomar el libro y proseguir la lectura aunque tuviese que morirse al acabarla. Así es como se desarrollaría la novela de mi Jugo de la Raza, mi novela de Jugo de la Raza. Y entre tanto yo, Miguel de Unamuno, novelesco también, apenas si escribía, apenas si obraba por miedo a ser devorado por mis actos. De tiempo en tiempo escribía cartas políticas contra Don Alfonso XIII, pero estas cartas que hacían historia en mi España, me devoraban. Y allá en mi España, mis amigos y mis enemigos decían que no soy un político, que no tengo temperamento de tal, y menos todavía de revolucionario, que debería consagrarme a escribir poemas y novelas y dejarme de políticas. ¡Cómo si hacer política fuese otra cosa que escribir poemas y como si escribir poemas no fuese otra manera de hacer política! Pero lo más terrible es que no escribía gran cosa, que me hundía en una congojosa inacción de expectativa, pensando en lo que haría o diría o escribiría si sucediera esto o lo otro, soñando el porvenir, lo que equivale, lo tengo dicho, a deshacerlo. Y leía los libros que me caían al azar en las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune de que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡Vamos! ¡Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua. La mayor parte de mis proyectos -y entre ellos el de escribir esto que estoy escribiendo sobre la manera cómo se hace una novela- quedaban en suspenso. Había publicado mis sonetos aquí, en París, y en España se había publicado mi Teresa, escrita antes de que estallara el infamante golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, antes que hubiese comenzado mi historia del destierro, la historia de mi destierro. Y he aquí que me era preciso vivir en el otro sentido, ¡ganarme la vida escribiendo! Y aun así,... Crítica, el bravo diario de Buenos Aires, me había pedido una colaboración bien remunerada; no tengo dinero de sobra, sobre todo viviendo lejos de los míos, pero no lograba poner pluma en papel. Tenía y sigo teniendo en suspenso mi colaboración a Caras y caretas, semanario de Buenos Aires. En España no quería ni quiero escribir en periódico alguno ni en revistas. ¡Y quiero contar un caso! Que fue que servía en cierto regimiento un mozo despierto y sagaz, avisado e irónico, de carrera civil y liberal, y de los que llamamos de cuota. El capitán de su compañía le temía y le repugnaba, procurando no producirse delante de él, pero una vez se vio llevado a soltar una de esas arengas patrióticas de ordenanza delante de él y de los demás soldados. El pobre capitán no podía apartar sus ojos de los ojos y de la boca del despierto mozo, espiando su gesto, ni ello le dejaba acertar con los lugares comunes de su arenga, hasta que al cabo, azarado y azorado, ya no dueño de sí, se dirigió al soldado diciéndole: "qué, ¿se sonríe usted?", y el mozo: "no, mi capitán, no me sonrío" y entonces el otro: "si ¡por dentro!" Como aquí también, en la frontera, he podido enterarme de la perversión radical de la política y de lo que es este instituto de pinches de verdugos. Pero no quiero quemarme más la sangre escribiendo de ello y vuelvo al viejo relato.) Volvamos, pues, a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela. Lo que habría que seguir era que un día el pobre Jugo de la Raza, no pudo ya resistir más, fue vencido por la historia, es decir, por la vida, o mejor por la muerte. Al pasar junto al puesto de libros, en los muelles del Sena, compró el libro, se lo metió en el bolsillo y se puso a correr a lo largo del río, hacia su casa, llevándose el libro como se lleva una cosa robada con miedo de que se la vuelvan a uno a robar. Iba tan de prisa que se le cortaba el aliento, le faltaba huelgo y veía reaparecer el viejo y ya casi extinguido espectro de la angina de pecho. Tuvo que detenerse y entonces, mirando a todos lados, a los que pasaban y mirando sobre todo a las aguas del Sena, el espejo fluido, abrió el libro y leyó algunas líneas. Pero volvió a cerrarlo al punto. Volvía a encontrar lo que, años antes, había llamado la disnea cerebral, acaso la enfermedad X de Mac Kenzie, y hasta creía sentir un cosquilleo fatídico a lo largo del brazo izquierdo y entre los dedos de la mano. En otros momentos se decía: "En llegando a aquel árbol me caeré muerto", y después que lo había pasado, una vocecita, desde el fondo del corazón, le decía: "acaso estás realmente muerto..." Y así llegó a casa. Llegó a casa, comió tratando de prolongar la comida -prolongarla con prisa-, subió a su alcoba, se desnudó y se acostó como para dormir, como para morir. El corazón le latía a rebato. Tendido en la cama, recitó primero un padrenuestro y luego un avemaría, deteniéndose en: "hágase tu voluntad así en la tierra como el cielo" y en "Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte" Lo repitió tres veces, se santiguó y esperó, antes de abrir el libro, a que el corazón se le apaciguara. Sentía que el tiempo lo devoraba, que el porvenir de aquella ficción con que se había identificado; sentíase hundirse en sí mismo. Un poco calmado abrió el libro y reanudó su lectura. Se olvidó de sí mismo por completo y entonces sí que pudo decir que se había muerto. Soñaba el otro, o más bien el otro era un sueño que se soñaba con él, una criatura de su soledad infinita. Al fin despertó con una terrible punzada en el corazón. El personaje del libro acaba de volver a decir: "Debo repetir a mi lector que se morirá conmigo". Y esta vez el efecto fue espantoso. El trágico lector perdió conocimiento en su lecho de agonía espiritual; dejó de soñar al otro y dejó de soñarse a sí mismo. Y cuando volvió en sí, arrojó el libro, apagó la luz y procuró, después de haberse santiguado de nuevo, dormirse, dejar de soñarse. ¡Imposible! De tiempo en tiempo tenía que levantarse a beber agua; se le ocurrió que bebía en el Sena, el espejo. "¿Estaré loco? -se repetía-, pero no, porque cuando se pregunta si está loco es que no lo está. Y, sin embargo..." Levantóse, prendió fuego en la chimenea y quemó el libro, volviendo en seguida a acostarse. Y consiguió al cabo dormirse. El pasaje que había pensado para mi novela, en el caso de que la hubiera escrito, y en el que habría de mostrar al héroe quemando el libro, me recuerda lo que acabo de leer en la carta que Mazzini, el gran soñador, escribió desde Grenchèn a su Judit el 1º de mayo de 1835: "Si bajo a mi corazón encuentro allí cenizas y un hogar apagado. El volcán ha cumplido su incendio y no quedan de él más que el calor y la lava que se agitan en su superficie, y cuando todo se haya helado y las cosas se hayan cumplido, no quedará ya nada -un recuerdo indefinible como de algo que hubiera podido ser y no ha sido-, el recuerdo de los medios que deberían haberse empleado para la dicha y que se quedaron perdidos en la inercia de los deseos titánicos rechazados desde el interior sin haber podido tampoco haberse derramado hacia fuera, que han minado el alma de esperanzas, de ansiedades, de votos sin frutos... y después nada." Mazzini era un desterrado, un desterrado de la eternidad. (Como lo fue antes de él el Dante, el gran proscrito -y el gran desdeñoso; proscritos y desdeñosos también Moisés y San Pablo- y después de él Víctor Hugo. Y todos ellos, Moisés, San Pablo, el Dante, Mazzini, Víctor Hugo y tantos más aprendieron en la proscripción de su patria, o buscándola por el desierto, lo que es el destierro de la eternidad. Y fue desde el destierro de su Florencia desde donde pudo ver el Dante cómo Italia estaba sierva y era hostería del dolor: Ai serva Italia di dolore ostello.) En cuanto a la idea de hacer decir a mi lector de la novela, a mi Jugo de la Raza: "¿estaré loco?", debo confesar que la mayor confianza que pueda tener en mi sano juicio me ha sido dada en los momentos en que observando lo que hacen los otros y lo que no hacen, escuchando lo que dicen y lo que callan, me ha surgido esta fugitiva sospecha de sí estaré loco. Estar loco se dice que es haber perdido la razón. La razón, pero no la verdad, porque hay locos que dicen las verdades que los demás callan por no ser racionar ni razonable decirlas, y por eso se dicen que están locos. ¿Y qué es la razón? La razón es aquello en que estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos la mayoría. La verdad es otra cosa, la razón es social; la verdad, de ordinario, es completamente individual, personal e incomunicable. La razón nos une y las verdades nos separan. (Más ahora caigo en cuenta de que acaso es la verdad la que nos une y son las razones las que nos separan. Y de que toda esa turbia filosofía sobre la razón, la verdad y la locura obedecía a un estado de ánimo de que en momentos de mayor serenidad de espíritu me curo. Y aquí, en la frontera, a la vista de las montañas de mi tierra nativa, aunque mi pelea se ha exacerbado, se me ha serenado en el fondo el espíritu. Y ni un momento se me ocurre que esté loco. Porque si acometo, a riesgo tal vez de mi vida, a molinos de viento como si fuesen gigantes es a sabiendas de que son molinos de viento. Pero como los demás, los que se tienen por cuerdos, los creen gigantes hay que desengañarles de ello.) A las veces, en los instantes en que me creo criatura de ficción y hago mi novela, en que me represento a mí mismo, delante de mí mismo, me ha ocurrido soñar o bien que casi todos los demás, sobre todo en mi España, están locos o bien que yo lo estoy y puesto que no pueden estarlo todos los demás que lo estoy yo. Y oyendo los juicios que emiten sobre mis dichos, mis escritos y mis actos, pienso: "¿No será acaso que pronuncio otras palabras que las que me oigo pronunciar o que se me oye pronunciar otras que las que pronuncio?". Y no dejo entonces de acordarme de la figura de Don Quijote. (Después de esto me ha ocurrido aquí, en Hendaya, encontrar con un pobre diablo que se acercó a saludarme, y que me dijo que en España se me tenía por loco. Resultó después que era policía, y él mismo me lo confesó, y que estaba borracho. Que no es precisamente estar loco.) Aquí debo repetir algo que creo haber dicho a propósito de nuestro señor Don Quijote, y es preguntar cuál habría sido su castigo si en vez de morir recobrada la razón, la de todo el mundo, perdiendo así su verdad, la suya, si en vez de morir como era necesario habría vivido algunos años más todavía. Y habría sido que todos los locos que había entonces en España -y debió haber habido muchos, porque acababa de traerse del Perú la enfermedad terrible- habrían acudido a él solicitando su ayuda, y al ver que se la rehusaba, le habrían abrumado de ultrajes y tratado de farsante, de traidor y de renegado. Porque hay una turba de locos que padecen de manía persecutoria, la que se convierte en manía perseguidora, y estos locos se ponen a perseguir a Don Quijote cuando éste no se presta a perseguir a sus supuestos perseguidores. Pero ¿qué es lo que habré hecho yo, Don Quijote mío, para haber llegado a ser así el imán de los locos que se creen perseguidos? ¿Por qué se acorren a mí? ¿por qué me cubren de alabanzas si al fin han de cubrirme de injurias? (A este mismo mi Quijote le ocurrió que después de haber libertado del poder de los cuadrilleros de la Santa Hermandad a los galeotes a quienes le llevaban presos, estos galeotes le apedrearon. Y aunque sepa yo que acaso un día los galeotes han de apedrearme, no por eso cejo en mi empeño de combatir contra el poderío de los cuadrilleros de la actual Santa Hermandad de mi España. No puedo tolerar, y aunque se me tome a locura, el que los verdugos se erijan en jueces y el que el fin de la autoridad, que es la justicia, se ahogue con lo que llaman el principio de la autoridad y es el principio del poder, o sea lo que llaman el orden. Ni puedo tolerar que un cuitada y menguada burguesía por miedo pánico -irreflexivo- al incendio comunista -pesadilla de locos de miedo- entregue su caso y su hacienda a los bomberos que se las destrozan más aún que el incendio mismo. Cuando no ocurre lo que ahora en España y es que son los bomberos los que provocan los incendios para vivir de extinguirlos.) Volvamos una vez más a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela, a la novela del lector (del lector actor, del lector para quien leer es vivir lo que lee.) Cuando se despertó a la mañana siguiente, en su lecho de agonía espiritual, encontrase encalmado, se levantó y contempló un momento las cenizas del libro fatídico de su vida. Y aquellas cenizas le parecieron, como las aguas del Sena, un nuevo espejo. Su tormento se renovó: ¿cómo acabaría la historia? Y se fue a los muelles del Sena a buscar otro ejemplar sabiendo que no lo encontraría y porque no había de encontrarlo. Y sufrió de no poder encontrarlo; sufrió a muerte. Decidió emprender un viaje por esos mundos de Dios; acaso Éste le olvidara, le dejara su historia. Y por el momento se fue al Louvre, a contemplar la Venus de Milo, a fin de librarse de aquella obsesión, pero la Venus de Milo le pareció como el Sena y como las cenizas del libro que había quemado, otro espejo. Decidió partir, irse a contemplar las montañas y la mar y cosas estáticas y arquitectónicas. Y en tanto se decía: "¿Cómo acabará esa historia?" Es algo de lo que me decía cuando imaginaba ese pasaje de mi novela: "¿Cómo acabará esa historia del Directorio y cuál será la suerte de la monarquía española y de España? Y devoraba -como sigo devorándolos- los periódicos, y aguardaba cartas de España. Y escribía aquellos versos del soneto LXXVIII de mi De Fuenteventura a París: Que es la Revolución una comedia
que el señor ha inventado contra el tedio.
Porque ¿no está hecha de tedio la congoja de la historia? Y al mismo tiempo tenía el disgusto de mis compatriotas. Me doy perfecta cuenta de los sentimientos que Mazzini expresaba en una carta desde Berna, dirigida a su Judit, del 2 de marzo de 1835: "Aplastaría con mi desprecio y mi mentis, si me dejara llevar de mi inclinación personal, a los hombres que hablan mi lengua, pero aplastaría con mi indignación y mi venganza al extranjero que se permitiese, delante de mí, adivinarlo" Concibo del todo su "rabioso despecho" contra los hombres, y sobre todo contra sus compatriotas, contra los que le comprendían y le juzgaban tan mal. ¡Qué grande era la verdad de aquella "alma desdeñosa", melliza de la del Dante, el otro gran proscrito, el otro gran desdeñoso! No hay medio de adivinar, de vaticinar mejor, cómo acabará todo aquello, allá en mi España; nadie cree en lo que dice ser suyo; los socialistas no creen en el socialismo, ni en la lucha de clases, ni en la ley férrea del salario y otros simbolismos marxistas; los comunistas no creen en la comunidad (y menos en la comunión), los conservadores, en la conservación; ni los anarquistas, en la anarquía. Volvamos a la novela de mi Jugo de la Raza, de mi lector a la novela de su lectura, de mi novela. Pensaba hacerle emprender un viaje fuera de París, a la rebusca del olvido de la historia; habría andado errante, perseguido por las cenizas del libro que había quemado y deteniéndose para mirar las aguas de los ríos y hasta las de la mar. Pensaba hacerle pasearse, transido de angustia histórica, a lo largo de los canales de Gante y de Brujas, o en Ginebra, a lo largo del lago Leman y pasar, melancólico, aquel puente de Lucerna que pasé yo, hace treinta y seis años, cuando tenía veinticinco. Habría colocado en mi novela recuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante y de Ginebra y de Venecia y de Florencia y... A su llegada a una de esas ciudades mi pobre Jugo de la Raza se habría acercado a un puesto de libros y se habría dado con otro ejemplar del libro fatídico, y todo tembloroso lo habría comprado y se lo habría llevado a París proponiéndose continuar la lectura hasta que su curiosidad se satisficiese, hasta que hubiese podido prever el fin sin llegar a él, hasta que hubiese podido decir: "Ahora ya se entrevé cómo va a acabar esto." (Cuando en París escribía yo esto, hace ya cerca de dos años, no se me podía ocurrir hacerle pasearse a mi Jugo de la Raza más que por Gante y Ginebra y Lucerna y Venecia y Florencia... Hoy le haría pasearse por este idílico país vasco francés que a la dulzura de la dulce Francia une el dulcísimo agrete de su Vasconia. Iría bordeando las plácidas riberas del humilde Nivelle, entre mansas praderas de esmeralda, junto a Ascain, y al pie del Larrún -otro derivado de larra, pasto -, iría restregándose la mirada en la verdura apaciguadora del campo nativo, henchida de silenciosa tradición milenaria, y que trae el olvido de la engañosa historia, iría pasando junto a esos viejos caseríos que se miran en las aguas de un río quieto; iría oyendo el silencio de los abismos humanos. Le haría llegar hasta San Juan Pie de Puerto, de donde fue aquel singular Huarte de San Juan el del Examen de Ingenios, a San Juan Pie de Puerto, de donde el Nive baja a San Juan de Luz. Y allí, en la vieja pequeña ciudad navarra en un tiempo española y hoy francesa, sentado en un banco de piedra en Eyalaberri, embozado por la paz ambiente, oiría el rumor eterno del Nive. E iría a verlo cuando pasa bajo el puente que lleva a la iglesia. Y el campo circunstante le hablaría en vascuence, en infantil eusquera, le hablaría infantilmente, en balbuceo de paz y de confianza. Y como se le hubiera descompuesto el reló iría a un relojero que al declarar que no sabía vascuence le diría que son las lenguas y las religiones las que separan a los hombres. Como si Cristo y Buda no hubieran dicho a Dios lo mismo, sólo que en dos lenguas diferentes. Mi Jugo de la Raza vagaría pensativo por aquella calle de la Ciudadela que desde la iglesia sube al castillo, obra de Vauban, y la mayoría de cuyas casas son anteriores a la Revolución, aquellas casas en que han dormido tres siglos. Por aquella calle no pueden subir, gracias a Dios, los autos de los coleccionistas de kilómetros. Y allí, en aquella calle de paz y de retiro, visitaría la prison des evesques, la cárcel de los obispos de San Juan, la mazmorra de la Inquisición. Por detrás de ella, las viejas murallas que amparan pequeñas huertecillas enjauladas. Y la vieja cárcel está por detrás, envuelta en hiedra. Luego mi pobre lector trágico iría a contemplar la cascada que forma el Nive y a sentir cómo aquellas aguas que no son ni un momento las mismas, hacen como un muro. Y un muro que no es un espejo. Y espejo histórico. Y seguiría, río abajo, hacia Uhartlize deteniéndose ante aquella casa en cuyo dintel se lee: Vivons en paix- Pierre Ezpellet et Jeanne Iribarne, Cons. Annee 8e 1800. Y pensaría en la vida de paz -¡vivamos en paz!- de Pedro Ezpeleta y Juana Iribarne cuando Napoleón estaba llenando el mundo con el fragor de su historia. Luego mi Jugo de la Raza, ansioso de beber con los ojos la verdura de las montañas de su patria, se iría hasta el puente de Arnegui, en la frontera entre Francia y España. Por allí, por aquel puente insignificante y pobre, pasó en el segundo día de Carnaval de 1875 el pretendiente don Carlos de Borbón y Este, para los carlistas Carlos VII, al acabarse la anterior guerra civil. Y a mí se me arrancó de mi casa para lanzarme al confinamiento de Fuerteventura en el día mismo, 21 de febrero de 1924, en que hacía cincuenta años había oído caer junto a mi casa natal de Bilbao una de las primeras bombas que los carlistas lanzaron sobre mi villa. Y allí, en el humilde puente de Arnegui, podría haberse percatado Jugo de la Raza de que los aldeanos que habitan aquel contorno nada saben ya de Carlos VII, el que pasó diciendo al volver la cara a España: "¡Volveré, volveré!" Por allí, por aquel mismo puente o por cerca de él, debió haber pasado el Carlomagno de la leyenda; por allí se va al Roncescalles donde resonó la trompa de Rolando -que no era un Orlando furioso-, que hoy calla entre aquellas encañadas de sombra, de silencio y de paz. Y luego Jugo de la Raza uniría en su imaginación, en esa nuestra sagrada imaginación que funde siglos y vastedades de tierra, que hace de los tiempos eternidad y de los campos infinitud, uniría a Carlos VII y a Carlomango. Y con ellos al pobre Alfonso XIII y al primer Habsburgo de España, a Carlos I el Emperador, V de Alemania, recordando cuando él, Jugo, visitó Yuste y, a falta de otro espejo de aguas, contempló el estanque donde se dice que el emperador, desde un balcón, pescaba tencas. Y entre Carlos VII el Pretendiente y Carlomagno, Alfonso XIII y Carlos I, se le presentaría la pálida sombra enigmática del príncipe don Juan, muerto de tisis en Salamanca antes de haber podido subir al trono, el ex futuro don Juan III, hijo de los Reyes Católicos Fernando e Isabel. Y Jugo de la Raza, pensando en todo esto, camino del puente de Arnegui a San Juan Pie de Puerto, se diría: "¿Y cómo va a acabar todo esto?") Pero interrumpo esta novela para volver a la otra. Devoro aquí las noticias que me llegan de mi España, sobre todo las concernientes a la campaña de Marruecos, preguntándome si el resultado de ésta me permitirá volver a mi patria, hacer allí mi historia y la suya; ir a morirme allí. Morirme allí y ser enterrado en el desierto... ¿Y no tendrán algo de razón? ¿No estaré acaso a punto de sacrificar mi yo íntimo, divino, el que soy en Dios, el que debe ser, al otro, al yo histórico, al que se mueve en su historia y con su historia? ¿Por qué obstinarme en no volver a entrar en España? ¿No estoy en vena de hacerme mi leyenda, la que me entierra, además de la que los otros, amigos y enemigos, me hacen? Es que si no me hago mi leyenda me muero del todo. Y si me la hago, también. Judit Sidoli, escribiendo a su José Mazzini, le hablaba de "sentimientos que se convierten en necesidades", de "trabajo por necesidad material de obra, por vanidad", y el gran proscrito se revolvía contra ese juicio. Poco después, en otra carta -de Grenchen, y del 14 de mayo de 1835-, le escribía: "Hay horas, horas solemnes, horas que me despiertan sobre diez años, en que nos veo; veo la vida, veo mi corazón y el de los otros, pero en seguida... vuelvo a las ilusiones de la poesía." La poesía de Mazzini era la historia, su historia, la de Italia, que era su madre y su hija.

¡Hipócrita! Porque yo que soy, de profesión, un ganapán helenista -es una cátedra de griego la que el Directorio hizo la comedia de quitarme reservándomela-, sé que hipócrita significa actor. ¿Hipócrita? ¡No! Mi papel es la verdad y debo vivir mi verdad, que es mi vida.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

 

Sobre el cuento de hadas (J.R.R. Tolkien)

Sobre el cuento de hadas (J.R.R. Tolkien)

Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, aunque bien sé que ésta es una empresa arriesgada. Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. Y de temerario se me puede tildar, porque, aunque he sido un aficionado a tales cuentos desde que aprendí a leer y en ocasiones les he dedicado mis lucubraciones, no los he estudiado, en cambio, como profesional. Apenas si en esa tierra he sido algo más que un explorador sin rumbo (o un intruso), lleno de asombro, pero no de preparación. Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas y lleno todo él de cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas.

Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves. Hay, con todo, algunos interrogantes que quien ha de hablar de cuentos de hadas espera por fuerza resolver, intenta hacerlo cuando menos, piensen lo que piensen de su impertinencia los habitantes de Fantasía. Por ejemplo: ¿qué son los cuentos de hadas?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Trataré de dar contestación a estas preguntas, u ofrecer al menos las pistas que yo he espigado..., fundamentalmente en los propios cuentos, los pocos que yo conozco de entre tantos como hay. ¿Qué es un cuento de hadas? En vano acudirán en este caso al Oxford English Dictionary. No contiene alusión ninguna a la combinación cuento-hada, y de nada sirve en el tema de las hadas en general. En el Suplemento, cuento de hadas presenta una primera cita del año 1750, y se constata que su acepción básica es: a) un cuento sobre hadas o, de forma más general, una leyenda fantástica; b) un relato irreal e increíble, y c) una falsedad. Las dos últimas acepciones, como es lógico, harían mi tema desesperadamente extenso. Pero la primera se queda demasiado corta. No demasiado corta para un ensayo, pues su amplitud ocuparía varios libros, sino para cubrir el uso real de la palabra. Y lo es en particular si aceptamos la definición de las hadas que da el lexicógrafo: «Seres sobrenaturales de tamaño diminuto, que la creencia popular supone poseedores de poderes mágicos y con gran influencia para el bien o para el mal sobre asuntos humanos». "Sobrenatural" es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos, los más amplios o los más reducidos, y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que "sobre" se tome meramente como prefijo superlativo. Porque es el hombre, en contraste, quien es sobrenatural (y a menudo de talla reducida), mientras que ellas son naturales, muchísimos más naturales que él. Tal es su sino. El camino que lleva a la tierra de las hadas no es el del Cielo; ni siquiera, imagino, el del Infierno, a pesar de que algunos han sostenido que puede llevar indirectamente a él, como diezmo que se paga al Diablo.

EL CUENTO DE HADAS Y FANTASÍA ...La mayor parte de los buenos cuentos de hadas trataban de las aventuras de los hombres en el País Peligroso o en sus oscuras fronteras. Y es natural que así sea; pues si los elfos son reales y de verdad existen con independencia de nuestros cuentos sobre ellos, entonces también resulta cierto que los elfos no se preocupan básicamente de nosotros, ni nosotros de ellos. Nuestros destinos discurren por sendas distintas y rara vez se cruzan. Incluso en las fronteras mismas de Fantasía sólo los encontraremos en alguna casual encrucijada de caminos.La definición de un cuento de hadas -qué es o qué debiera ser- no depende, pues, de ninguna definición ni de ningún relato histórico de elfos o de hadas, sino de la naturaleza de Fantasía: el Reino Peligroso mismo y que sopla en ese país. No intentaré definir tal cosa, ni describirla por vía directa. No hay forma de hacerlo. Fantasía no puede quedar atrapada en una red de palabras; porque una de sus cualidades es la de ser indescriptible, aunque no imperceptible. Consta de muchos elementos diferentes, pero el análisis no lleva necesariamente a descubrir el secreto del conjunto. Confío, sin embargo, que lo que después he de decir sobre los otros interrogantes suministrará algunos atisbos de la visión imperfecta que yo tengo de Fantasía. Por ahora, sólo diré que un cuento de hadas es aquel que alude o hace uso de Fantasía, cualquiera que sea su finalidad primera: la sátira, la aventura, la enseñanza moral, la ilusión. La misma Fantasía puede tal vez traducirse, con mucho tino, por Magia, pero es una magia de talante y poder peculiares, en el polo opuesto a los vulgares recursos del mago laborioso y técnico. Hay una salvedad: lo único de lo que no hay que burlarse, si alguna burla hay en el cuento, es la misma magia. Se la ha de tomar en serio en el relato, y no se la ha de poner en solfa ni se la ha de justificar. El poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde es un ejemplo admirable de ello.

LA MÁGICA INVENCIÓN DEL ADJETIVO ...La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve hierba verde, diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es verde, además de verla como hierba. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la invención del adjetivo: no hay en fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de sorprendernos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo verde, del cielo lo azul y de la sangre lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se deduce que vayamos a usar bien de ese poder en un nivel determinado; podemos poner un Verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado saurio. Y con tal "fantasía" que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en subcreador. Así, el poder esencial de Fantasía es hacer inmediatamente efectivas a voluntad las visiones "fantásticas". No todas son hermosas, ni incluso ejemplares; no al menos las fantasías del Hombre caído. Y con su propia mancha ha mancillado a los elfos, que sí tienen ese poder real o imaginario. En mi opinión, se tiene muy poco en cuenta este aspecto de la "mitología": subcreación más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo.

EN EL MUNDO SECUNDARIO ...Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del escritor de cuentos es lo bastante bueno como para producirla. A esa condición de la mente se la ha denominado "voluntaria suspensión de la incredulidad". Más no parece que ésa sea una buena definición de lo que ocurre. Lo que en verdad sucede es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado "subcreador". Construye un Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es "verdad": está en consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él. Cuando surge la incredulidad, el hechizo se quiebra; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelve a situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó. Si por benevolencia o por las circunstancias te ves obligado a seguir en él, entonces habrás de dejar suspensa la incredulidad (o sofocarla); porque si no, ni tus ojos ni tus oídos lo soportarán. Pero esta interrupción de la incredulidad sólo es un sucedáneo de la actitud auténtica, un subterfugio del que echamos mano cuando condescendemos con juegos e imaginaciones, o cuando (con mayor o menor buena gana) tratamos de hallar posibles valores en la manifestación de un arte a nuestro juicio fallido.

LA FANTASÍA Y LA SUBCREACIÓN ...La mente del hombre tiene capacidad para formar imágenes de cosas que no están de hecho presentes. La facultad de concebir imágenes recibe o recibió el nombre lógico de Imaginación. Pero en los últimos tiempos y en el lenguaje especializado, no en el de todos los días, se ha venido considerando a la Imaginación como algo superior a la mera formación de imágenes, adscrito al campo operacional de lo Fantasioso, forma reducida y peyorativa del viejo término Fantasía; se está haciendo, pues, un intento para reducir, yo diría que de forma inadecuada, la Imaginación al "poder de otorgar a las criaturas de ficción la consistencia interna de la realidad". ...El logro de la expresión que proporciona (o al menos así lo parece) "la consistencia interna de la realidad" es ciertamente otra cosa, otro aspecto, que necesita un nombre distinto: el de Arte, el eslabón operacional entre la Imaginación y el resultado final, la Subcreación. Para el fin que ahora me propongo preciso de un término que sea capaz de abarcar a la vez el mismísimo Arte Subcreativo y la cualidad de sorpresa y asombro expositivos que se derivan de la imagen: una cualidad esencial en los cuentos de hadas. Me propongo, pues, arrogarme los poderes de Humpty-Dumpty y usar de la Fantasía con ese propósito; es decir, con la intención de combinar su uso más tradicional y elevado (equivalente a Imaginación) con las nociones derivadas de "irrealidad" (o sea, disimilitud con el Mundo Primario) y liberación de la esclavitud del "hecho" observado; la noción, en pocas palabras, de lo fantástico. Soy consciente, y con gozo, de los nexos etimológicos y semánticos entre la fantasía y las imágenes de cosas que no sólo "no están realmente presentes", sino que con toda certeza no vamos a poder encontrar en nuestro mundo primario, o que en términos generales creemos imposibles de encontrar. Pero, aun admitiendo esto, no puedo aceptar un tono peyorativo. Que sean imágenes de cosas que no pertenecen al mundo primario (si tal es posible) resulta una virtud, no un defecto. En este sentido, la fantasía no es, creo yo, una manifestación menor sino más elevada, del Arte, casi su forma más pura, y por ello -cuando se alcanza- la más poderosa. La fantasía, claro, arranca con una ventaja: la de domeñar lo inusitado. Pero esta ventaja se ha vuelto en su contra y ha contribuido a su descrédito.

A mucha gente le desagrada que la «dominen». Les desagrada cualquier manipulación del Mundo Primario o de los escasos reflejos del mismo que les resultan familiares. Confunde, por tanto, estúpida y a veces malintencionadamente, la Fantasía con los Sueños, en los que el Arte no existe, con los desórdenes mentales, donde ni siquiera se da un control, y con las visiones y alucinaciones. ...Crear un Mundo Secundario en el que un sol verde resulte admisible, imponiendo una Creencia Secundaria, ha de requerir con toda certeza esfuerzo e intelecto, y ha de exigir una habilidad especial, algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio primario y más puro.

FANTASÍA Y RENOVACIÓN ...La Renovación, que incluye una mejoría y el retorno de la salud, es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo "ver las cosas tal cual son" para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría aventurarme a decir "ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo", como objetos ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar; y de nuestro afán de posesión. ...Los cuentos de hadas, naturalmente, no son el único medio de renovación o de profilaxis contra el extravío. Basta con la humildad. Y para ellos en especial, para los humildes, está Mooreeffoc, es decir la Fantasía de Chesterton. Mooreeffoc es una palabra imaginada, aunque se la pueda ver escrita en todas la ciudades de este país. Se trata del rótulo "Coffee-room", pero visto en una puerta de cristal y desde el interior, como Dickens lo viera un oscuro día londinense. Chesterton lo usó para destacar la originalidad de las cosas cotidianas cuando se nos ocurre contemplarlas desde un punto de vista diferente del habitual. La mayoría estaría de acuerdo en que este tipo de fantasía es ya suficiente; y en que siempre abundarán materiales que la nutran. Pero sólo tiene, creo yo, un poder limitado, por cuanto su única virtud es la de renovar la frescura de nuestra visión.

La palabra Mooreeffoc puede hacernos comprender de repente que Inglaterra es un país harto extraño, perdido en cualquier remota edad apenas contemplada por la historia o bien en un futuro oscuro que sólo con la máquina del tiempo podemos alcanzar; puede hacernos ver la sorprendente rareza e interés de sus gentes, y sus costumbres y hábitos alimentarios. Pero no puede lograr más que eso: actuar como un telescopio del tiempo enfocado sobre un solo punto. La fantasía creativa, por cuanto trata de forma fundamental de hacer algo más -de recrear algo nuevo-, es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar como a pájaros enjaulados los objetos allí encerrados. Las gemas todas se tornarán en flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que poseían (o conocían) era peligroso y fuerte, y que no estará en realidad verdaderamente encadenado, sino libre e indómito; sólo de ustedes en cuanto que era ustedes mismos.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti 

Manual del perfecto cuentista (Horacio Quiroga)

Manual del perfecto cuentista (Horacio Quiroga)

 

Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista. Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin. Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista. Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil. Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco. He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final: "¡Estaba muerta!"Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos. Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es: "Nunca volvieron a verse". Puede ser más contenida aun: "Sólo ella volvió el rostro".Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase: "Y así continuaron viviendo". Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo: "Fue lo que hicieron". Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes: "El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes". Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del "leitmotiv". Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas..."Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía..."De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. "La primera palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar escrita con miras al final". De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo: "Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros". Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar? Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desiderátum, en el arte de contar. He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional: "De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas". A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello. "Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada". Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia. De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aún. De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son: "Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez..."¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!"Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe. Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien característicos. Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó. Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran. Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte. "Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos".Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe. El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales... 

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti

Decálogo del perfecto cuentista (Horacio Quiroga)

Decálogo del perfecto cuentista (Horacio Quiroga)

I. Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

El decálogo (Juan Carlos Onetti)

El decálogo (Juan Carlos Onetti)

I.. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X. Mientan siempre.

XI. No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/ 

Posted by Esteban Pinotti

 

Diez mandamientos para escribir con estilo (Friedrich Nietzsche)

Diez mandamientos para escribir con estilo (Friedrich Nietzsche)

Friedrich Nietzsche

  1. Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivirEl estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamientoAntes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.
  2. El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.
  3. La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.
  4. Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.
  5. El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.
  6. Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.
  7. El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.
  8. No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos (H.P. Lovecraft)

Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos (H.P. Lovecraft)

La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos tratan de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda emoción y una de las que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y horror. La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana. Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí misma. Siempre existirá un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por el desconocido espacio exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo conocido y lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las profundidades de los bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las llameantes y asombrosas puestas de sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los grandes maestros -Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood, Walter de la Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo. Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos tiene una trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo general me inspiro en un paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía adecuada de crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.Mi actual proceso de composición es tan variable como la elección del tema o el desarrollo de la historia; pero si la estructura de mis cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen descubrirse ciertas reglas que a continuación enumero: 1) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos en orden de su aparición; no en el de la narración. Describir con vigor los hechos como para hacer creíbles los incidentes que van a tener lugar. Los detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este boceto inicial. 2) Preparar una segunda sinopsis o escenario de acontecimientos; esta vez en el orden de su narración, con descripciones detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio de perspectiva, o a un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario, siempre y cuando se logre un mayor interés dramático. Interpolar o suprimir incidentes donde se requiera, sin ceñirse a la idea original aunque el resultado sea una historia completamente diferente a la que se pensó en un principio. Permitir adiciones y alteraciones siempre y cuando estén lo suficientemente relacionadas con la formulación de los acontecimientos. 3) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin ser demasiado crítico, siguiendo el punto (2), es decir, de acuerdo al orden narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el argumento siempre que el desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por el boceto previo. Si el desarrollo de la historia revela nuevos efectos dramáticos, añadir todo lo que pueda ser positivo, repasando y reconciliando todas y cada una de las adiciones del nuevo plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea necesario o aconsejable; probar con diferentes comienzos y diferentes finales, hasta encontrar el que más se adapte al argumento. Asegurarse de que ensamblan todas las partes de la historia desde el comienzo hasta el final del relato. Corregir toda posible superficialidad -palabras, párrafos, incluso episodios completos-, conservando el orden preestablecido. 4) Revisar por completo el texto, poniendo especial atención en el vocabulario, sintaxis, ritmo de la prosa, proporción de las partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las composiciones (de escena a escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento que tenga que ver con el tiempo, etc.), la efectividad del comienzo, del final, del clímax, el suspenso y el interés dramático, la captación de la atmósfera y otros elementos diversos. 5) Preparar una copia esmerada a máquina; sin vacilar por ello en acometer una revisión final allí donde sea necesario.El primero de estos puntos es por lo general una mera idea mental, una puesta en escena de condiciones y acontecimientos que rondan en nuestra cabeza, jamás puestas sobre papel hasta que preparo una detallada sinopsis de estos acontecimientos en orden a su narración. De forma que a veces comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a desarrollarlo.Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general, condición, leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden estar clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible está relacionado con algún tipo de condición o fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la acción del personaje con un suceso o fenómeno grotesco.Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos de miedo- puede desarrollar cinco elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo a un horror o anormalidad (condición, entidad, etc,); b) efectos o desarrollos típicos del horror, c) el modo de la manifestación de ese horror; d) la forma de reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en relación a lo condiciones dadas. Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear una atmósfera idónea, aplicando el énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie puede, excepto en las revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o inconcebible, como si fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe causar impresión y hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas debe sentirse, pero tiene que notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales, excepto cuando se refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben ser narrados con la misma emoción con la que se narraría un suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por supuesto este suceso sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello, hay que crear un ambiente de terror y angustia que se corresponda con el estado de ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier intento de escribir fantasía seria. La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad, todo relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento humano. Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza; indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones inútiles de sucesos increíbles que no sean significativos.

Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido -consciente o inconscientemente- ya que siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados puedan llegar a tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si hubiese ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho peores de lo que son ahora.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti