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ANIMARSE A ESCRIBIR. Talleres Literarios de la mano de los Maestros

Sobre el arte de escribir (Franz Kafka)

Sobre el arte de escribir (Franz Kafka)

Kafka a Oskar Pollak [Praga, principios de 1903] De entre ese par de millares de líneas que te entrego, quizás haya unas diez que todavía podría tolerar; los toques de trompeta en la última carta no eran necesarios, en lugar de la esperada revelación te envío garabatos infantiles... La mayor parte me resulta repelente, lo digo abiertamente (por ejemplo La mañana y otras cosas); me resulta imposible leer esto por entero y me contento si aguantas alguna lectura aislada. Pero debes recordar que yo comencé en una época en la que se "creaban obras" cuando se utilizaba un lenguaje ampuloso; no existe peor época para el comienzo. ¡Y yo que estaba tan emperrado por las palabras grandilocuentes! Entre los papeles hay una hoja en la cual están apuntados unos nombres especialmente solemnes, escogidos del calendario. Necesitaba dos nombres para una novela, y por fin elegí los subrayados: Johannes y Beate (Renate ya me lo habían birlado, por su gorda aureola de prestigio). Resulta casi divertido. (B.K. 57 s.)
Kafka a Oskar Pollak [Praga, principios de 1903]
En estos cuadernos hay, sin embargo, algo que falta por completo: aplicación, constancia y como se digan todas estas cosas [...]. Lo que a mí me falta es disciplina. El leer a medias estos cuadernos es lo menos que hoy espero de ti. Tienes un hermoso cuarto. Las lucecitas de los comercios brillan semiocultas y activas desde abajo. Quiero que cada sábado, comenzando desde el segundo, me permitas que te lea mis obras durante media hora. Quiero ser aplicado durante tres meses. Hoy sé ante todo una cosa: el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte. Claro que no creo que uno pueda obligarse a parir, pero sí a educar a los hijos. (B.K. 58)
Kafka a Oskar Pollak [Praga], 6-IX [probablemente 1903]
Te prepararé un paquete, en el cual estará todo lo que he escrito hasta ahora, mío o de otros. No faltará nada, excepto las cosas de infancia (ya ves, la desgracia me persigue desde pequeño), aquello que ya no poseo, lo que considero sin valor para el contexto, los proyectos -que son países para quien los tiene y arena para los demás- y por último aquello que no puedo enseñarte ni tan sólo a ti, pues uno se estremece cuando queda desnudo y otro le va palpando, aunque esto lo haya pedido uno de rodillas. Por cierto, este último medio año apenas he escrito. Así que todo cuanto queda, no sé cuánto es, te lo daré en cuanto me escribas o digas un "sí" a lo que te pido. Se trata de algo especial, y aunque yo sea muy torpe para escribir tales cosas (muy ignorante), quizás ya lo sepas. No te exijo que me des una respuesta sobre si sería una alegría esperar aquí o si se pueden encender hogueras de buena gana, ni quiero saber tampoco qué opinas de mí, pues esto te lo habría de sacar con tenazas. Quiero algo más fácil y más difícil, quiero que leas estas hojas, aunque lo hagas con indiferencia y a regañadientes. Porque hay entre ellas cosas indiferentes y que repugnan. Resulta que lo más querido que tengo -y por ello lo quiero- sólo está frío, a pesar del sol; y sé que dos ojos ajenos harán que todo sea más cálido y vivo cuando lo contemplen. Solo escribo más cálido y vivo, pues esto es segurísimo, dado que está escrito: "Hermoso es el sentimiento independiente, pero el sentimiento que contesta produce mayor eficacia". Pero por qué hablar tanto, no -tomo un trocito (porque puedo más de lo que te doy- sí, un trocito de mi corazón, lo empaqueto con cuidado en un par de hojas escritas, y te lo doy. (B. 18 s.)
Kafka a Oskar Pollak [Praga, 9 de noviembre de 1903]
Las cosas que quería leerte y que te enviaré, son fragmentos de mi libro El niño y la ciudad, que yo mismo sólo poseo en fragmentos. Si te los quiero enviar, tendré que copiarlos, y eso exige tiempo. Por consiguiente, con cada carta te iré enviando algunas hojas (si no viera que el asunto está adelantado visiblemente, se me pasarían pronto las ganas en ello); tú las podrás leer en su contexto. La primera pieza te llegará con la próxima carta. Hace tiempo que ya no se ha escrito nada. Con ello me pasa lo siguiente: Dios no quiere que yo escriba, pero yo tengo necesidad de hacerlo. Así se produce un constante tira y afloja, pero en definitiva Dios es el más fuerte, y hay en ello más desgracia de lo que puedas imaginarte. Hay en mi interior muchas fuerzas atadas a una estaca de la cual nazca quizás un verde árbol, mientras que liberadas podrían ser útiles a mí y al estado. Pero con quejas no se desprende uno de ruedas de molino, y menos aún cuando uno les tiene cariño (B. 20 s.)
Conversación de Kafka con Oskar Baum [otoño de 1904]
Cuando uno no tiene necesidad de distraer de los acontecimientos mediante ocurrencias estilísticas, la tentación para hacerlo es más fuerte. (B.K. 96)  Por fin, después de cinco meses de mi vida durante los cuales no he podido escribir nada que me pudiera contentar, y que no me serán restituidos por ningún poder, aunque todos debieran estar obligados a ello, se me ocurre hablarme de nuevo a mí mismo. Hasta ahora todavía había contestado siempre cuando me preguntaba de verdad; en este aspecto siempre se podía sacar algún provecho de ese montón de paja que yo soy desde hace cinco meses, y cuyo destino parece que sea el de ser incendiado en verano para que las llamas lo consuman con mayor rapidez de lo que pestañea el observador. ¡Ojalá me ocurriera esto a mí! Y me habría de ocurrir diez veces, pues ni tan sólo me arrepiento de esa infeliz época. Mi situación no es de infelicidad, pero tampoco de felicidad, no es de indiferencia, ni de debilidad, ni de cansancio, ni otro interés; entonces ¿qué es? El que yo no lo sepa, quizás esté relacionado con mi incapacidad para escribir. Y a ésta creo comprenderla, sin conocer su razón. Resulta que todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde la raíz, sino hacia algún lugar de su mitad. Que alguien intente agarrarlas así, intente alguien agarrarse a una hierba que sólo comienza a crecer a medio tallo. Eso sólo lo pueden unos pocos, por ejemplo los acróbatas japoneses que suben por una escalera que no está apoyada en el suelo, sino sobre las suelas levantadas de un hombre medio echado, y que no se apoya en la pared, sino que sube por el aire. Yo no sé hacerlo, aparte de que mi escalera no tiene a su disposición esas suelas. Claro que eso no lo es todo, y una pregunta así no me hace hablar. Pero cada día debería haber por lo menos una línea dirigida contra mí, tal como ahora todos dirigen los telescopios contra el cometa. Y si alguna vez apareciera yo ante esa frase, atraído por ella, tal como me ocurrió por ejemplo durante las últimas Navidades, cuando logré aguantarme en el último instante y cuando realmente parecía estar en el último peldaño de mi escalera, que sin embargo estaba fija en el suelo y apoyada en la pared. ¡Pero qué suelo, qué pared! Y sin embargo, aquella escalera no cayó, tanto la apretaron mis pies contra el suelo, tanto la alzaron mis pies contra la pared. (T. 11 ss.)
15 de noviembre de 1910
Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra, las veo antes que a la palabra, ¿pero qué? No veo en absoluto la palabra, la invento. En definitiva no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar palabras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara en seguida a mí y al lector, Cuando me siento ante mi escritorio, mis ánimos no son mejores que los del individuo que cae en medio de la Place de l'Opéra y se fractura ambas piernas. A pesar del ruido que producen, todos los coches avanzan en silencio de todas partes a todas partes, pero mejor orden que el de los urbanos lo produce el dolor de ese individuo, que le cierra los ojos y hace que la plaza y las calles queden desiertas, sin que los coches hayan de volverse atrás. La mucha vida le duele, puesto que representa un obstáculo para la circulación, pero el vacío no es menos duro, puesto que libera su dolor propiamente dicho. (T. 27 s.)
Kafka a Max Brod [Praga], 17-XII [1910]
Cuando a la izquierda finalizan los ruidos del desayuno, comienzan a la derecha los ruidos del almuerzo, por doquier abren puertas como si quisieran abrir boquetes en las paredes. Pero ante todo permanece el centro de la desgracia. No puedo escribir; no he producido ni una sola línea que reconozca como mía, pero por el contrario he borrado todo cuanto he escrito después de París, que no era mucho. Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo. Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar en seguida. (B. 85)
17 de diciembre de 1910
El hecho de que haya quitado y tachado tantas cosas, casi todo cuanto había escrito durante este año, también me obstaculiza bastante para escribir. Es toda una montaña, cinco veces más de lo que había escrito en total, y ya su propia masa atrae cuanto escribo, sacándomelo bajo la pluma. (T. 29)
20 de diciembre de 1910
¿Cómo puedo disculparme por no haber escrito todavía nada en el día de hoy? De ninguna manera, más aún teniendo en cuenta que mi estado no es el peor. De continuo me zumba en el oído una invocación: "¡Ojalá vinieras, juicio invisible!". (T. 31)
28 de diciembre de 1910
Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser. (T. 34)
19 de enero de 1911
Dado que parece que estoy acabado de raíz -en el último año no me he despertado más de cinco minutos-, cada día tendré que desear mi desaparición de la Tierra, o bien habré de comenzar desde el principio como un niño pequeño, sin que pueda ver en ello la menor esperanza. Externamente me resultaría ahora más fácil que en aquel entonces, pues en aquellos tiempos apenas avanzaba yo con una leve idea hacia una representación que de palabra en palabra estuviera conectada con mi vida, que yo pudiera atraer a mi pecho y que me arrastrara de mi asiento. ¡De qué forma más calamitosa comencé (aunque incomparable con la actual)! ¡Qué frío me perseguía días enteros procedente de los textos escritos! ¡Cuán enorme era el peligro y qué poco interrumpido parecía, que no noté en absoluto ese frío, lo que sin embargo no disminuía en absoluto mi desgracia! En cierta ocasión tenía pensada una novela en la cual se habían de enfrentar dos hermanos, uno de los cuales emigraría a América, mientras el otro permanecía en una cárcel europea. Sólo comencé alguna que otra frase desperdigada, pues en seguida me sentí fatigado. Así, un domingo por la tarde, cuando nos encontrábamos de visita en casa de los abuelos y después de haberme comido un pan especialmente blando y untado con mantequilla que nos acostumbraban a ofrecer allí, también escribí algo sobre mi cárcel. Es bien posible que lo hiciese ante todo por presunción y que, moviendo la hoja de papel sobre la mesa, dando golpecitos con el lápiz, mirando a quienes me rodeaban, quisiese provocar que alguien me quitara lo escrito, lo contemplara y me alabara. En aquellas pocas líneas se describía primordialmente el corredor de la cárcel, ante todo el silencio y el frío que reinaban en ese lugar. También se decía alguna palabra compasiva sobre el hermano que quedaba atrás, por tratarse del hermano. Quizás tuviera un momentáneo sentimiento de la futilidad de mi narración, sólo que antes de aquella tarde nunca me había fijado mucho en tales sentimientos cuando me encontraba sentado junto a los parientes, a los que estaba acostumbrado (mi temor era tan grande, que la costumbre ya me hacía medio feliz), en torno a la mesa en la habitación conocida, sin poder olvidar que yo era joven y elegido para grandes cosas. Un tío mío, a quien le gustaba reírse de los demás, me quitó por fin la hoja de papel que yo apenas sostenía, la contempló de pasada, me la devolvió, incluso sin reír, y a los demás, que habían estado observando sus movimientos, les dijo "lo de siempre", pero a mí no me dijo nada. Me quedé sentado y seguí inclinándome como antes sobre el ahora inservible papel, pero había quedado expulsado de un solo golpe de la sociedad. La sentencia del tío se fue repitiendo en mí con un significado ya casi real, e incluso dentro del sentimiento familiar llegué a tener una visión del frío espacio de nuestro mundo, al que yo habría de dar calor con un fuego que todavía tenía que buscar. (T. 39 ss.)
19 de febrero de 1911
El modo especial de mi inspiración con la cual yo, el más feliz e infeliz, me dispongo a ir a dormir ahora a las dos de la madrugada (quizás, si soporto el pensamiento en ella, permanecerá, pues es superior a todas las anteriores), es que soy capaz de todo, no sólo ante un determinado trabajo. Cuando escribo al azar una frase cualquiera, por ejemplo "Miró por la ventana", ya es perfecta. (T. 41 s.)
28 de marzo de 1911
Mi visita a casa del Dr. Steiner [...]. Mi felicidad, mi habilidad y cualquier posibilidad de ser útil de alguna forma, se encuentran desde siempre en lo literario. Y aquí he vivido algunas situaciones (no muchas), que en mi opinión están muy emparentadas con los estados visionarios descritos por usted, señor doctor, en los cuales yo vivía enteramente cada visión, y en los cuales no sólo me sentía llegar a mis límites, sino a los límites de lo humano en sí. Sólo la tranquilidad del entusiasmo, probablemente propia de los visionarios, estaba ausente en tales estados, aunque no del todo. Esto lo deduzco del hecho de que lo mejor de mis trabajos no lo escribí en tales estados. A esta tarea literaria no puedo entregarme por completo, tal como habría de ser, y ello por diversas razones. Aparte de mi situación familiar, no podría vivir de la literatura debido al lento proceso de elaboración de mis trabajos y a su carácter especial. Por añadidura, mi salud y mi carácter me impiden dedicarme a una vida que, en el mejor de los casos, sería incierta. Por consiguiente estoy empleado en una compañía de seguros sociales. Ahora bien, esas dos profesiones jamás pueden soportarse mutuamente ni permitir una felicidad común. La menor felicidad en una se convierte en enorme desgracia para la segunda. Si una noche logro escribir algo bueno, al día siguiente no consigo hacer nada en la oficina. Este continuo contraste empeora cada vez más. En la oficina cumplo externamente con mis obligaciones, pero no así interiormente. Y toda obligación interna no cumplida se convierte en una desgracia, que ya no se mueve de mí. ¿Y a esas dos tendencias nunca equilibrables habría de adjuntar ahora, como tercera, la teosofía? (T. 57 s.)
20 de agosto de 1911
Tengo la desgraciada creencia de que no tengo tiempo ni para el más mínimo buen trabajo, pues en verdad no dispongo de tiempo para una historia, tal como debería hacerlo. Pero luego creo de nuevo que mi viaje resultará mejor, de que tendré mejor capacidad de captar cuando un poco de escribir me haya agilizado, y así lo intento de nuevo. (T. 59)
20 de agosto de 1911
He leído sobre Dickens. ¿Es realmente tan difícil y es posible que una persona externa comprenda que uno pueda vivir dentro de sí mismo una historia desde el principio, desde el punto lejano hasta la locomotora de acero, carbón y vapor que se va acercando, pero que ni tan sólo en ese momento la abandona, sino que quiere ser perseguido por ella y dispone de tiempo para ello, por lo que uno es perseguido y corre ante ella con las propias fuerzas, dondequiera que ella avanza y dondequiera que se la atrae? No puedo entenderlo y ni tan sólo creerlo. Sólo vivo aquí y acullá en una pequeña palabra, en cuya metafonía pierdo por algunos instantes mi inútil cabeza. La primera y la última letra son el principio y el final de mi sentimiento pisciforme. (T. 60)
Kafka a Max Brod [Sanatorio Erlenbach, Suiza, 17 de septiembre de 1911]

Claro que ninguno de esos obstáculos existiría si sintiera en mí la necesidad de escribir, tal como ocurrió por bastante rato en largo tiempo, tal como ocurrió durante un instante en Stresa, donde me sentí por entero como un puño, en cuyo interior las uñas penetran en la carne; no puedo expresarlo de otra forma. En realidad debería despedirme de inmediato tras las comidas, como si fuera un tipo raro muy especial al que se sigue con la mirada; debería subir a mi cuarto, colocar el sillón sobre la mesa y escribir a la luz de la débil bombilla instalada arriba en el techo.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

Varios consejos (Ernest Hemingway)

Varios consejos (Ernest Hemingway)

  • Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.
  • La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.
  • Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande, magnífico, suntuoso".
  • Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.
  • Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
  • Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias...
  • A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.
  • Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.
Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

¿Todo cuento es un cuento chino? Gabriel García Márquez

¿Todo cuento es un cuento chino? Gabriel García Márquez

Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela. El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra. Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia. Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran. La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real. Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: "La pata de mono", de W.W. Jacobs, y "El hombre en la calle", de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre. El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra. No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar "P&O" -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico. Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos -"Un canario para regalo" y "Un gato bajo la lluvia"-, y el tercero, largo y consagratorio, "La breve vida feliz de Francis Macomber".Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva. Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira: "Blacamán el bueno vendedor de milagros", "El último viaje del buque fantasma", que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El otoño..., que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias. El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien años... se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.

Para contar historias (Gabriel García Márquez)

Para contar historias (Gabriel García Márquez)

Empiezo por decirles que esto de los talleres se me ha convertido en un vicio. Yo lo único que he querido hacer en mi vida -y lo único que he hecho más o menos bien- es contar historias. Pero nunca imaginé que fuera tan divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí la estirpe de los griots, de los cuenteros, de esos venerables ancianos que recitan apólogos y dudosas aventuras de Las mil y una noches en los zocos marroquíes, esa estirpe, es la única que no está condenada a cien años de soledad ni a sufrir la maldición de Babel. Era una lástima que nuestro esfuerzo quedara confinado a estas cuatro paredes, a los contados participantes de uno u otro taller. Bueno, les anuncio que muy pronto romperemos el cascarón. Nuestras reflexiones y discusiones, que hemos tenido el cuidado de grabar, se transcribirán y serán publicadas en libro, el primero de los cuales se titulará Cómo se cuenta un cuento. Muchos lectores podrán compartir entonces nuestras búsquedas y además nosotros mismos, gracias a la letra impresa, podremos seguir paso a paso el proceso creador con sus saltos repentinos o sus minúsculos avances y retrocesos. Hasta ahora me había parecido difícil, por no decir imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la imaginación, sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso en que salta la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer eso. Uno podrá volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de que a partir de ahí -de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada sugerencia- fue cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y se encauzó definitivamente. Una de las confusiones más frecuentes, en cuanto al propósito del taller, consiste en creer que venimos aquí a escribir guiones o proyectos de guión. Es natural. Casi todos ustedes son o quieren ser guionistas, escriben o aspiran a escribir para la televisión y el cine, y como esto es una escuela de cine y televisión, precisamente, es lógico que al llegar aquí mantengan los hábitos mentales del oficio. Siguen pensando en términos de imagen, estructuras dramáticas, escenas y secuencias, ¿no es así? Pues bien: olvídenlo. Estamos aquí para contar historias. Lo que nos interesa aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento. Me pregunto, sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de que el mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, así como, en un sentido más amplio, se divide entre los que cagan bien y los que cagan mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran bien y los que obran mal, para usar un piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la aptitud pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia... Eso sí: posee lo principal. Es algo que recibió de la familia, probablemente no sé si por la vía de los genes o de las conversaciones de sobremesa. Esas personas que tienen aptitudes innatas suelen contar hasta sin proponérselo, tal vez porque no saben expresarse de otra manera. Yo mismo, para no ir más lejos, soy incapaz de pensar en términos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista cómo veo el problema de la capa de ozono o qué factores, a mi juicio, determinarán el curso de la política latinoamericana en los próximos años, y lo único que se me ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho más fácil, porque además de la vocación tengo la experiencia y cada vez logro condensarlos más y por tanto aburrir menos. La mitad de los cuentos con que inicié mi formación se los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años y nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas narrativas, ni de nada de eso, pero sabía preparar un golpe de efecto, guardarse un as en la manga mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos del sombrero. Recuerdo cierta vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar a un tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su cuento tan campante, sin volver a hablar de él, hasta que casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo el tipo -ahora en primer plano, por decirlo así-, y todo el mundo boquiabierto, y yo preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa técnica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí, las historias son como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si a un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas, empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería la expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran las condiciones para que el talento se desarrollara a lo largo de toda una vida, estaríamos descubriendo uno de los secretos de la felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo único que realmente me gustaba era contar historias, me propuse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza por otro lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y novelas, que era lo que a mí me interesaba. Al final del cuarto año de bachillerato -un poco tarde, por cierto- descubrí una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la clase después no tiene que estudiar ni estar con la angustia permanente de las preguntas y los exámenes. A esa edad, cuando uno se concentra lo absorbe todo como una esponja. Cuando me di cuenta de eso hice dos años -el cuarto y el quinto- con calificaciones máximas en todo. Me exhibían como un genio, el joven de 5 en todo, y a nadie le pasaba por la cabeza que eso yo lo hacía para no tener que estudiar y seguir metido en mis asuntos. Yo sabía muy bien lo que me traía entre manos. Modestamente, me considero el hombre más libre del mundo -en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos con nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a unos amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la ducha y, mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía dándome vueltas en la cabeza desde hacía varios días... Es decir, padezco de la bendita manía de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un nuevo personaje... ¿No es eso lo que hacen también los escritores cuando leen a otros escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber cómo están escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las piezas en orden, aísla un párrafo, lo estudia, y llega un momento en que puede decir: “Ah, sí, lo que hizo éste fue colocar al personaje aquí y trasladar esa situación para allá, porque necesitaba que más allá...” En otras palabras, uno abre bien los ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los trucos del mago. La técnica, el oficio, los trucos son cosas que se pueden enseñar y de las que un estudiante puede sacar buen provecho. Y eso es todo lo que quiero que hagamos en el taller: intercambiar experiencias, jugar a inventar historias, y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego. Éste es el sitio ideal para intentarlo. En una cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde uno ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando lo superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un callejón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy complejas o elaboradas, porque la gracia del asunto consiste en partir de una simple propuesta, no cuajada todavía, y ver si entre todos somos capaces de convertirla en una historia que, a su vez, pueda servir de base a un guión televisivo o cinematográfico. A las historias para largometrajes hay que dedicarles un tiempo del que ahora no disponemos. La experiencia nos dice que las historias sencillas, para cortos o mediometrajes, son las que mejor funcionan en el taller. Le dan al trabajo una dinámica especial. Ayudan a conjurar uno de los mayores peligros que nos acechan, que es la fatiga y el estancamiento. Tenemos que esforzarnos para que nuestras sesiones de trabajo sean realmente productivas. A veces se habla mucho pero se produce poco. Y nuestro tiempo es demasiado escaso y por tanto demasiado valioso para malgastarlo en charlatanerías. Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación, entre otras cosas porque aquí funciona también el principio del brain-storming hasta los disparates que se le ocurren a uno deben tomarse en cuenta porque a veces, con un simple giro, dan paso a soluciones muy imaginativas. No se concibe al participante de un taller que no sea receptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, hay que estar dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde está la frontera entre lo permisible y lo inaceptable? Nadie lo sabe. Uno mismo la fija. Por lo pronto uno tiene que tener muy claro cuál es la historia que quiere contar. Partiendo de ahí, tiene que estar dispuesto a luchar por ella con uñas y dientes, o bien, llegado el caso, ser suficientemente flexible y reconocer que tal como uno la imagina, la historia no tiene posibilidades de desarrollo, por lo menos a través del lenguaje audiovisual. Esa mezcla de intransigencia y flexibilidad suele manifestarse en todo lo que uno hace, aunque a menudo adopte formas distintas. Yo, por ejemplo considero que los oficios de novelista y de guionista son radicalmente diferentes. Cuando estoy escribiendo una novela me atrinchero en mi mundo y no comparto nada con nadie. Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué? Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o considero casi terminada una primera versión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y les paso los originales a unos pocos amigos. Son amigos de muchos años, en cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que sean los primeros lectores de mis obras. Confío en ellos no porque acostumbren a celebrarlas diciendo qué bien, qué maravilla, sino porque me dicen francamente qué encuentran mal, qué defectos les ven, y sólo con eso me prestan un enorme servicio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que escribo podrán leerme con más calma cuando ya el libro esté editado; los que son capaces de ver también defectos, y de señalármelos, ésos son los lectores que necesito antes. Claro que siempre me reservo el derecho de aceptar o no las críticas, pero lo cierto es que no suelo prescindir de ellas. Bueno, ese es el retrato del novelista ante sus críticos. El del guionista es muy diferente. Para nada se necesita más humildad en este mundo que para ejercer con dignidad el oficio de guionista. Se trata de un trabajo creador que es también un trabajo subalterno. Desde que uno empieza a escribir sabe que esa historia, una vez terminada, y sobre todo, una vez filmada, ya no será suya. Uno recibirá un crédito en pantalla, cierto -casi siempre mezclado con solícitos colaboradores, incluido el propio director- pero el texto que uno escribió ya se habrá diluido en un conjunto de sonidos e imágenes elaborado por otros, los miembros del equipo. El gran caníbal es siempre el director, que se apropia de la historia, se identifica con ella y le mete todo su talento y su oficio y sus huevos para que se convierta finalmente en la película que vamos a ver. Es él quien impone el punto de vista definitivo, y en ese sentido es mucho más autoritario que los guionistas y los narradores. Yo creo que quien lee una novela es más libre que quien ve una película. El lector de novelas se imagina las cosas como quiere -rostros, ambientes, paisajes...- mientras que el espectador de cine o el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen que le muestra la pantalla, en un tipo de comunicación tan impositiva que no deja margen a las opciones personales. ¿Saben ustedes por qué no permito que Cien años de soledad se lleve al cine? Porque quiero respetar la inventiva del lector, su soberano derecho a imaginar la cara de la tía Úrsula o del Coronel como le venga en gana.

Pero, en fin, me he alejado bastante del tema, que no es ni siquiera el trabajo del guionista, sino lo que podemos hacer para seguir alimentando la manía de contar, que todos padecemos en mayor o menor grado. Por lo pronto, tenemos que concentrar nuestras energías en los debates del taller. Alguien me preguntó si no sería posible matar dos pájaros de un tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía submarina que se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me parecía una buena idea. Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti

Manual para ser niño (Gabriel García Márquez)

Manual para ser niño (Gabriel García Márquez)

Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base científica sino emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno que le guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados maestros. Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aun: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver más alla de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son necesarias. Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine, entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso, es la formula magistral para una vida larga y feliz. Para sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.

La vocación sin don y el don sin vocación

Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor. Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales. Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica y un poder de superación para toda la vida. Para los narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos darán sus impresiones emocionales, políticas o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa y en orden. Otros contaran el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los segundos les falta todavía mucho para serlo -base cultural, técnica, estilo propio, rigor mental- pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece tomarse en serio.
 

Las ventajas de no obedecer a los padres

La encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver con el futuro. Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los ayudara. Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él. Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a salvo de esa incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas. Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general, la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos y a la brava. Los criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad, y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes. No obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A éstos les complace sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la realidad del país. De modo que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba. No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Ésta es una función social, y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte. No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.


¿Con qué se comen las letras? Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la literatura que en las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con profesionales escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas, porque en los periódicos encontraron anuncios como éste: "Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres. Es este método de enseñanza -y no tanto la televisión y los malos libros-, lo que está acabando con el hábito de la lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste -que es la única condición para leer un libro-, pero es criminal, para él mismo y para el libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las otras tareas. Haría falta -como falta todavía para todas las artes- una franja especial en el bachillerato con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: cómo se les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de todos modos ocurre. Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del Ministerio de la Educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti

Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe (Gabriel García Márquez)

Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe (Gabriel García Márquez)

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la fantasía es "una facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes". Es difícil concebir una definición más pobre y confusa que esa primera acepción. En su segunda acepción dice que es una "ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso", lo cual no hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definición inicial. De la palabra imaginación, el mismo diccionario dice que es "aprensión falsa de una cosa que no hay en la realidad o no tiene fundamento". Por su parte, don Joan Corominas, ese gran detective de las palabras castellanas -cuya lengua materna no era por cierto el castellano sino el catalán- estableció que la fantasía e imaginación tienen el mismo origen, y que en última instancia puede decirse sin mucho esfuerzo que son la misma cosa. Uno de mis mayores defectos intelectuales es que nunca he logrado entender lo que quieren decir los diccionarios y menos que cualquier otro el terrible esperpento represivo de la Academia de la Lengua.

Por una vez que he tenido curiosidad de volver a él, para establecer las diferencias entre fantasía e imaginación, me encuentro con la desgracia de que sus definiciones no sólo son muy poco comprensibles, sino que además están al revés. Quiero decir que, según yo entiendo, la fantasía es la que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos: es una pura invención fantástica, un infundio, y por cierto, de un gusto poco recomendable en las bellas artes, como muy bien lo entendió el que puso el nombre al chaleco de fantasía. Por muy fantástica que sea la concepción de que un hombre amanezca convertido en un gigantesco insecto, a nadie se le ocurriría decir que la fantasía sea la virtud creativa de Franz Kafka, y en cambio no cabe duda de que fue el recurso primordial de Walt Disney. Por el contrario, y al revés de lo que dice el diccionario, pienso que la imaginación es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven. Que, por lo demás, es la única creación artística que me parece válida. Hablemos, pues, de la imaginación en la creación artística en América Latina, y dejemos la fantasía para uso exclusivo de los malos gobiernos. I. Es difícil el problema de que nos crean En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación.

El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en la realidad, puesto que la versión que conocemos fue transcrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los reyes católicos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos. Colón dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 "estaban como sus madres los parieron". Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era natural en un trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer.

Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar, y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente. II. Las aventuras de los que creyeron La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho -es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de los Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los 600 originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la fuente de la eterna juventud. Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para pegarles las cabezas cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con tres mil artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio real había una escalera de oro macizo, y estaba custodiado por leones con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa María del Darién, y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede medirse por la expedición que armó para buscar el reino inverosímil: 300 españoles, 4000 indios, 150 caballos y más de mil perros amaestrados en la caza de seres humanos. III. Una realidad que no cabe en el idioma Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura, es el de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2,790 km. Es difícil que se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5,500 km. de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad, los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra lluvia.

En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. "Quienes no hayan visto esas tormentas -dice- no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña". La descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo. De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de Colombia yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelé, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto Saint Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar. Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble.

Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios -cuenta Cortázar- "soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl". Y concluye: "Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa". A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: "Se vende jarabe de Ajolote". IV. El Caribe: centro de gravedad de lo increíble Esa realidad increíble alcanza su densidad máxima en el Caribe, que, en rigor, se extiende (por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil. No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es sólo un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área cultural muy homogénea. En el Caribe, a los elementos originales de las creencias primarias y concepciones mágicas anteriores al descubrimiento se sumó la profusa variedad de culturas que confluyeron en los años siguientes en un sincretismo mágico cuyo interés artístico y cuya propia fecundidad artística son inagotables. La contribución africana fue forzosa e indignante, pero afortunada. En esa encrucijada del mundo, se forjó un sentido de libertad sin término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y también lo contrario. Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad.

Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien años de soledad. Su explicación era más asombrosa que su cola: "Nunca quise decir que la tenía porque me daba vergüenza", dijo. "Pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa natural." Poco después, un lector me mandó el recorte de la foto de una niña de Seúl, capital de Corea del Sur, que nació con una cola de cerdo. Al contrario de lo que yo pensaba cuando escribí la novela, a la niña de Seúl le cortaron la cola y sobrevivió. Acompaño esa foto a esta ponencia, como homenaje a los racionalistas incrédulos que forman parte de la concurrencia. Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi 10 años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro.

El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos. Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán. En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti

Botella al mar para el dios de las palabras [Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española]

Botella al mar para el dios de las palabras [Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española]

GABRIEL GARCIA MÁRQUEZ

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!» El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti

Asombro por Juan Rulfo (Gabriel García Márquez)

Asombro por Juan Rulfo (Gabriel García Márquez)

El descubrimiento de Juan Rulfo -como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de la muerte, el 2 de julio de 1961, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Yo vivía en un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo. Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación. Yo tenía 32 años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera; acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La mala hora, que fue publicada por la editorial Era, poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los funerales de la mamá grande. De modo que era yo un escritor con cinco libros clandestinos, pero mi problema no era ése, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso, sino para que mis amigos me quisieran más y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocí bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino y, sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos, no me consideraba agotado; al contrario, sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ''Lea esa vaina, carajo, para que aprenda''; era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura; nunca, desde la noche tremenda en que leí "La metamorfosis" de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas y el asombro permaneció intacto; mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel; el resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores. No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos, podía recitar el libro completo al derecho y al revés sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo. Más tarde, Carlos Velo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer con ellos una revisión crítica de la primera adaptación del Pedro Páramo para el cine. Había dos problemas esenciales: el primero, era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo un nombre se parece en algún modo a quien lo lleva y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco; lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros; aún me parecía imposible y me sigue pareciendo, encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje. Lo malo de esos preciosos escrutinios es que las cerrazones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo, y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético -y Pedro Páramo lo es, en su más alto grado- los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico; más aún, en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una confusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores; hay escritores que no se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si se corresponden al lugar o a la estación, de modo que no es raro encontrar buenos libros donde florecen geranios en las playas y tulipanes en la nieve. En el Pedro Páramo donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas, nadie puede saber en realidad cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo; ahora quiero decir, también, que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez; no son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles.

Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/

Posted by Esteban Pinotti